Al iniciar el recorrido, tras un dunal, se divisa una primera cubierta de hierro, rojo. A lo lejos, por la misma franja litoral, se ven dos o tres… Cinco kilómetros más adelante: una, amarilla. Y tras otro kilómetro, cinco: todas juntas, abigarradas.
Así, a lo largo de unos 80 a 100 kilómetros, por la orilla del Estrecho de Magallanes, de modo esporádico y en número que varía, el viajero irá encontrando construcciones que van desde una, aislada, hasta conjuntos que forman un pequeño poblado.
Son casas de lata a la orilla del mar.
Cada vez, el golpe de vista es más espectacular. La imagen de inmediato admira por su osadía formal y colorística, y aterra por su drástica convivencia con la intemperie que allí –una estepa fría– se desglosa en 450 mm de lluvia anuales, un viento promedio de 30 a 40 kms por hora y una temperatura media de 5.8o C. en invierno.
Estas viviendas, que se presentan desde una unidad hasta conformar una “ciudadela de latas” desafían, desde su policromía encendida y su informalidad urbana, cualquier consideración pintoresca o anecdótica. Con sólo verlas se entiende de una complejidad cultural que, teniendo antiguo y gran arraigo, también es respuesta apropiada a los dilemas del habitar.
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